Capítulo 8

Durante el largo y tedioso viaje de regreso, Monk no dejaba de darle vueltas a lo que pensaba decirle a Rathbone. Por mucho que reflexionara, no encontraba nada sustancioso que pudiera utilizarse en la defensa de Zorah Rostova. Fuera quien fuese el verdadero objetivo del asesinato, no había modo alguno de inculpar a Gisela.

El único hecho favorable era que muy probablemente a Friedrich lo habían asesinado.

Al llegar a Londres, Monk se dirigió a su casa de Fitzroy Street y deshizo las maletas. Se dio un baño de agua caliente y se cambió de ropa. Le pidió a su casera que le trajera una taza de té, algo que no había probado desde su salida de Inglaterra, hacía más de dos semanas. Después de todos estos rituales se sintió perfectamente preparado para presentarse en Vere Street. Detestaba llevar semejantes noticias, pero no tenía alternativa.

Rathbone no perdió el tiempo con ninguno de los habituales tratos de cortesía preliminares. Abrió la puerta de su despacho en cuanto oyó a Monk hablar con Simms. Iba tan bien vestido como siempre, pero el investigador notó las señales del cansancio y la tensión en su rostro.

—Buenas tardes, Monk —dijo de inmediato—. Pasa. —Miró al empleado—. Gracias, Simms. —Se hizo a un lado para dejar que Monk entrara en el despacho.

—¿Traigo té, sir Oliver? —preguntó Simms, dirigiendo la mirada a uno y otro respectivamente. Conocía la importancia del caso y de las noticias que tal vez traía Monk y, por la actitud de éste, ya se había percatado de que no eran buenas.

—Ah, sí. No faltaba más. —Rathbone no miraba a Simms sino a Monk. Buscó su mirada y encontró en ella la derrota—. Gracias —añadió, en su voz se apreciaba ya la decepción, demasiado grande para poder ocultarla.

Una vez dentro, cerró la puerta y rodeó el escritorio caminando con rigidez. Retiró la silla y se sentó.

Monk se sentó también en la que tenía más cerca.

Rathbone no cruzó las piernas como siempre, ni tampoco se retrepó en el asiento. Su semblante era tranquilo y su mirada directa, pero en ella había un deje de temor al mirar al detective.

Monk pensó que no tenía sentido explicar la historia en orden cronológico. No haría más que prolongar la tensión.

—Creo muy probable que Friedrich fuera asesinado —dijo rotundamente—. Nos sobran motivos para denunciarlo, e incluso puede que logremos probarlo, con un poco de buena suerte y considerable destreza. Pero no hay posibilidad alguna de que Gisela sea culpable.

El abogado le devolvió la mirada sin decir nada.

—Ni una sola posibilidad —repitió Monk. Detestaba tener que decirlo. Volvía a ser la misma sensación de impotencia que le provocaba el antiguo recuerdo, aquél en el que observaba a alguien que sufría sin poder ayudarlo. No le debía nada a Rathbone, y haber aceptado un caso tan absurdo era sólo culpa suya, pero ésas eran razones que no atañían a su sensibilidad.

Respiró hondo.

—Friedrich era su vida —prosiguió Monk—. No tenía ningún amante, y él tampoco. Amigos y enemigos por igual sabían que se adoraban. No se separaban nunca. Todas las pruebas que he encontrado indican que estaban aún tan enamorados como al principio.

—¿Pero y el deber? —apremió Rathbone—. ¿Existía un plan para atraerlo a Felzburgo con la idea de que encabezara la lucha por la independencia o no?

—Casi con total seguridad.

—Entonces…

—¡Entonces, nada! —exclamó Monk con aspereza—. No se plegó al deber hace doce años y nada indicaba que ahora fuese a cambiar de opinión respecto a Gisela.

Rathbone apretó el puño sobre el escritorio, los nudillos habían perdido color.

—Hace doce años su país no se enfrentaba a una unificación por la fuerza con el resto de estados germánicos. Sin duda quedaba en él algo de honor, el suficiente patriotismo y la conciencia de quién era. ¡Por todos los santos, Monk, nació para ser rey!

Monk notó cómo crecía la desesperación en la voz de Rathbone. La veía en sus ojos, en el color de sus mejillas. No tenía nada con qué ayudarlo. Todo lo que sabía no haría sino empeorar las cosas.

—Era un hombre que lo había abandonado todo por la mujer a la que amaba —dijo con claridad y calma—. Y no hay nada, absolutamente nada, que invite a pensar ni por un momento que se arrepentía de esa decisión. Si el pueblo deseaba su regreso, tendría que aceptar también a su esposa. La decisión era de ellos y al parecer, siempre creyó que decidirían a su favor.

Rathbone lo miraba de hito en hito.

El silencio de la habitación se hizo tan pesado que el reloj daba la impresión de golpear con violencia los segundos. El ruido apagado del tráfico al otro lado de la ventana llegaba como procedente de otro mundo.

—¿Qué? —dijo Rathbone al fin—. ¿Qué pasa, Monk? ¿Qué es lo que no me has dicho?

—Que he llegado a la conclusión de que existen muchas probabilidades de que no quisieran asesinar a Friedrich, sino a la propia Gisela —respondió. Estuvo a punto de continuar, explicar por qué, pero intuyó que Rathbone le entendía.

—¿Quién?

—Quizá la propia Zorah. Es una ferviente independentista.

Rathbone palideció.

—O cualquier otra persona que apoyara la independencia —siguió Monk—. La peor posibilidad…

—¡Peor! —La voz de Rathbone sonó aguda y cortante, llena de sarcasmo—. ¿Peor aún que se trate de mi propia cliente?

—Sí. —Monk no podía callar la verdad.

El abogado le contemplaba con incredulidad.

Monk dejó caer la bomba.

—El conde Lansdorff. El hermano de la reina, actuando bajo sus órdenes.

Rathbone intentó decir algo, pero la voz le falló. Tenía la cara blanca como el papel.

—Lo siento —añadió el investigador, sin mucho acierto—. Pero ésa es la verdad. No puedes luchar sin conocerla. El fiscal lo descubrirá, si es mínimamente bueno. Gisela acabará diciéndolo, si no es que añade algo más.

Rathbone seguía mirándolo fijamente.

—¡Claro que lo hará! —Monk dio un golpe de impaciencia sobre la mesa—. La reina Ulrike la echó de su país. Si hace doce años la hubiese aceptado en lugar de rechazarla, Gisela sería ahora la princesa heredera. Ella lo sabe. Pero ahora Gisela tenía la baza ganadora. Si querían que Friedrich regresara debían aceptar sus condiciones, que incluían a su esposa.

—¿Ah, sí? —Rathbone se aferraba a toda esperanza—. ¿Crees que Friedrich habría insistido incluso en esas circunstancias?

—¿Tú no lo harías? —inquirió Monk—. Aparte de su amor por ella, que nadie pone en duda, ¿qué pensaría de él el mundo si la hubiera abandonado ahora? Es una fea imagen, la de un hombre que deja de lado a su esposa después de doce años, cuando cualquier persona con dos dedos de frente comprende que no tiene motivo para hacerlo. No puede apelar al deber cuando tiene en sus manos el poder…

—A no ser que Gisela estuviera muerta —Rathbone terminó la frase por él—. Sí, de acuerdo… Entiendo la lógica del razonamiento. Es indiscutible. La reina tenía todas las razones del mundo para querer ver muerta a Gisela y ninguna para matar a Friedrich. ¡Dios santo! Y el Lord Canciller me dijo que me ocupara de la defensa con total discreción. —Se echó a reír, pero con una amargura que rozaba la histeria.

—¡Basta ya! —espetó Monk, el pánico se abría paso también en su interior. Había vuelto a fallar. Rathbone no sólo carecía de defensa, además estaba perdiendo el control—. Tu deber no es proteger a la familia real de Felzburgo. Debes defender a Zorah Rostova como mejor puedas ya que te comprometiste a hacerlo. —Su tono dejaba traslucir la opinión que le merecía aquella decisión—. ¿Supongo que habrás hecho todo lo posible para convencerla de que se retracte?

Rathbone lo fulminó con la mirada.

—Yo diría que sí. Y no lo he conseguido.

—Bueno, al menos lograremos convencer al jurado de que cualquier persona sensata creería que Friedrich fue asesinado —dijo Monk mientras observaba el semblante de Rathbone—. Tendrás oportunidad de hacer subir al estrado al médico e interrogarlo con bastante rigor.

El letrado cerró los ojos.

—¿Una exhumación? —Las palabras salieron como un susurro de entre los rígidos labios—. ¡Al Lord Canciller le va a encantar! ¿Estás seguro de que hay motivos para ello? Necesitaremos algo indiscutible. Las autoridades serán muy reacias a llevarla a cabo. Aunque hubiera abdicado, era el príncipe heredero de un país extranjero.

—Pero está enterrado en Inglaterra —contestó Monk—. Murió aquí. Eso somete el caso a la ley inglesa. Y Friedrich no sólo había abdicado sino que estaba exiliado. Ya no era ciudadano de su propio país. —Se inclinó un poco sobre el escritorio—. Pero a lo mejor no será necesario exhumar el cadáver. Quizá sólo la certidumbre de que podríamos, y de que llegaríamos a hacerlo, sea suficiente para conseguir respuestas considerablemente más precisas del médico, así como de los Wellborough y su servicio.

Rathbone se puso en pie y caminó hacia la ventana dando la espalda a Monk. Metió las manos en los bolsillos deformándolos de una manera desacostumbrada. Todo su cuerpo estaba tenso.

—Supongo que demostrar que fue un asesinato es la única vía que tengo. Al menos eso demostrará que la acusación de la condesa no estaba guiada por la mala intención, sino que tan sólo estaba equivocada. Si se demuestra sin lugar a dudas que Gisela es inocente, a lo mejor Zorah llegue a disculparse. Si no, no hay nada más que pueda hacer por ayudarla. Habré aceptado a una loca como cliente.

Monk no añadió ningún comentario, pero su silencio fue igual de elocuente.

Rathbone se dio la vuelta, el sol calentaba su espalda. Había recuperado algo de dominio sobre sí mismo. En su boca apareció una sonrisa pesarosa y burlona.

—Entonces a lo mejor deberías volver a Wellborough Hall y ver si puedes descubrir algún detalle más. La única victoria auténtica que nos queda sería descubrir quién lo mató. No defendería a Zorah ante la ley, pero hasta cierto punto lo haría ante la opinión pública, y también luchamos en ese tribunal. ¡Dios quiera que no haya sido la reina!

Monk se levantó.

—¿Entre hoy y el lunes que viene?

Rathbone asintió con la cabeza.

—Si eres tan amable.

Monk sentía que el tiempo se le echaba encima. Rathbone le apremiaba más de lo que podía resistir. Estaba asustado porque quería tener éxito. Si fracasaba, Rathbone iba a perder muchas cosas, tal vez los privilegios y las recompensas de su profesión. No recuperaría el prestigio después de una derrota achacable, no a las circunstancias, sino a un error de juicio tan grave como el que había cometido. Zorah no era simplemente culpable de un delito, había cometido un pecado social de proporciones monumentales. Había herido la sensibilidad y las creencias tanto de la aristocracia como de la gente corriente, que venían deleitándose desde hacía doce años con una historia de amor, casi un cuento de hadas, hecha realidad. No sólo mancillaba a la realeza europea sino también a la inglesa. Una cosa era criticar a la clase gobernante en la intimidad del hogar y otra muy distinta hacerlo por ahí, en público, a la hora de la cena y en casa de unos amigos. Un hombre que se ocupara de semejante caso, protegiendo así a la mujer que se encontraba en la raíz del asunto, no sería perdonado con facilidad.

Si Ulrike, o alguien que actuara en su nombre, con su conocimiento o no, resultaba ser la culpable, tendrían que enfrentarse a una catástrofe. Rathbone se convertiría en una celebridad, sería recordado sólo por ese asombroso caso. Todo el mundo conocería su nombre, pero ninguna persona respetable querría verse relacionada con él. Su reputación profesional no tendría ningún valor.

No tenía derecho a obligar a Monk a rescatarlo de su propia estupidez. Y, a pesar de todo, Monk sentía muchísimo no poder hacerlo. Volvía a cometer el mismo error de nuevo, y eso le dolía.

—Quizá me ayudaría saber qué has descubierto y a qué conclusiones has llegado en estas dos semanas, mientras yo he estado investigando por media Europa para descubrir la completa inocencia de Gisela —dijo con aspereza—. Aparte de no conseguir que la condesa Rostova retirase la acusación, quiero decir.

Rathbone lo miró con incredulidad y luego con profunda antipatía.

—Eres mi empleado, Monk —dijo fríamente—. No al revés. Si algún día llegara a serlo, entonces podrías pedirme un informe de mis andanzas, pero no hasta entonces.

—En otras palabras, ¡no has hecho nada de provecho!

—Si no crees que puedas descubrir nada útil en Wellborough Hall —contraatacó Rathbone—, dímelo. De lo contrario, no malgastes el poco tiempo del que dispones discutiendo conmigo. Ponte de camino. Si necesitas dinero, pídeselo a Simms.

Monk se sintió herido, no tanto por el desprecio de sus habilidades, pues podía haberlo previsto y tal vez incluso lo merecía, sino por la referencia al dinero, que había sido cruel. Rathbone le había situado a la altura de un tendero. Era un recordatorio de sus diferencias sociales y económicas. También era señal de lo asustado que estaba el abogado.

—No descubriré nada —dijo Monk entre dientes—. No hay ni la más mínima cosa que descubrir. —Giró sobre los talones y salió por la puerta dejando que se columpiara sobre las bisagras.

Sin embargo, no tenía más remedio que acudir a Simms y pedirle más dinero, lo cual le enfurecía de tal modo que estuvo a punto de no hacerlo, pero la necesidad se impuso.

Sólo cuando salió a la calle se tranquilizó lo suficiente como para recordar el terror de Rathbone. El que se hubiera vuelto contra él, más que con cualquier otra cosa que pudiese haber dicho o hecho, había mostrado su vulnerabilidad.

Monk no decidió conscientemente ir a ver a Hester, parecía una reacción natural a la vista del dilema en el que se encontraba Rathbone y de los sentimientos de furia e impotencia del propio Monk. Cuando las cosas estaban en su peor punto, siempre se podía confiar en la dulzura de Hester. Nunca le fallaría.

Vio un coche de caballos, unos diez metros por delante de él, en Vere Street mientras caminaba por la acera. Aceleró el paso y llamó la atención del cochero. El carruaje paró y subió en él de un salto mientras voceaba la dirección de Hill Street donde sabía que Hester estaba empleada antes de su marcha a Venecia, suponiendo que aún seguiría allí. No le gustaba admitir la impaciencia que sentía por verla, ni tampoco que la pureza de su relación con ella le causaba un placer perverso al recordar a Evelyn.

Desde la zona de Lincoln’s Inn Fields había un largo trayecto hasta Berkeley Square y Hill Street, y Monk se acomodó en el asiento para afrontar el recorrido. Su estancia en Europa había resultado emocionante, ver paisajes diferentes, oler los aromas tan distintos de una ciudad extranjera, escuchar el sonido de otras lenguas a su alrededor, pero también había un placer único en el hecho de encontrarse de nuevo en casa, rodeado de todo cuanto le resultaba familiar. Sólo entonces se dio cuenta de la tensión que le había producido el no comprender la mayoría de lo que se decía, y tener que concentrarse para encontrar una esporádica palabra que tuviera sentido para él. Había dependido mucho de la buena voluntad de los demás. Gozaba de mucha libertad al volver a un entorno en el que disponía de conocimientos, así como el poder que éstos otorgaban.

Apenas tenía una vaga idea de qué era lo que quería decirle a Hester. Su mente estaba agitada, había en ella más sentimientos que pensamientos. Todo se pondría en su lugar cuando fuese necesario. Aún no estaba listo.

El carruaje llegó a Hill Street, el cochero detuvo el caballo y esperó a que Monk se apeara y pagase la carrera.

—Gracias —dijo distraídamente mientras le daba las monedas, más dos peniques de propina. Cruzó la acera y subió los escalones. Se le ocurrió pensar que a lo mejor para Hester no resultaba correcto recibir visitas, en especial de un hombre. Hasta podría ser bochornoso si sus patrones lo interpretaban mal. Pero ni siquiera vaciló en su paso, y mucho menos cambió de opinión. Tocó la campana con fuerza y esperó.

Se abrió la puerta y lo recibió un lacayo.

—Buenas tardes, señor.

—Buenas tardes. —A Monk no le apetecía intercambiar cordialidades, pero la experiencia le había enseñado que a menudo era la forma más rápida de obtener lo que deseaba. Sacó una tarjeta y la dejó sobre la bandeja—. ¿La señorita Hester Latterly aún reside en esta casa? Acabo de llegar del extranjero y debo partir esta misma tarde hacia el interior. Hay un asunto urgente que concierne a un amigo común sobre el que me gustaría informarla y tal vez pedirle consejo. —No había mentido, pero sus palabras sugerían una emergencia médica, y le encantó dejar así el malentendido.

—Sí, señor, todavía está con nosotros —contestó el lacayo—. Si tiene la bondad de pasar, preguntaré si es posible que la vea.

Monk fue conducido a la biblioteca, un lugar muy agradable para esperar. La sala estaba pensada para la comodidad, amueblada con un estilo bastante anticuado. La tapicería de cuero de las sillas estaba gastada en el punto en el que se habían apoyado los brazos, y el dibujo de la alfombra era de un color más intenso en los bordes, donde nadie había pisado. En la chimenea ardía un brioso fuego. Había cientos de libros en las estanterías entre los que podría haber escogido uno para pasar el rato leyendo, de haber querido hacerlo, pero estaba demasiado impaciente como para abrirlo siquiera, más aun para concentrarse en la lectura. Paseaba de un lado para otro, volviéndose con brusquedad cada siete pasos.

Pasaron más de diez minutos antes de que se abriera la puerta y apareciera Hester. Iba vestida de un color azul intenso que la favorecía de forma excepcional. No parecía ni mucho menos tan cansada como la última vez que la había visto. Lo cierto es que tenía un aspecto fresco, las mejillas coloreadas y un agradable brillo en el cabello. Monk se sintió molesto al verla. ¿Es que no le importaba que Rathbone estuviera al borde del desastre? ¿O era demasiado estúpida para darse cuenta de la magnitud de la situación?

—Parece que fueras a tomarte el día libre —dijo Monk con brusquedad.

Ella repasó su chaqueta y sus pantalones de corte perfecto, la corbata inmaculada y las botas extremadamente caras.

—Me alegro de verte a salvo y de vuelta —dijo con una dulce sonrisa—. ¿Qué tal Venecia? ¿Y Felzburgo? Es ahí donde has estado, ¿no es cierto?

Monk no hizo caso. Ella conocía de sobra la respuesta.

—Si tu paciente está recuperado, ¿qué haces aún aquí? —preguntó. El tono de su voz era desafiante.

—Está mejor que antes —respondió ella, muy seria, mirándolo a los ojos—, pero no está recuperado. Se tarda bastante en acostumbrarse al hecho de que no se volverá a caminar. A veces es muy duro. Si no eres capaz de imaginarte las dificultades crónicas de alguien que está paralizado de cintura para abajo, yo no traicionaré lo poco que le queda de intimidad para explicártelo. Por favor, deja ya de desfogarte y dime qué has descubierto que pueda ayudar a Oliver.

Fue como una bofetada en la cara, rápida y enérgica, que servía para recordarle a Monk que mientras estaba fuera ella había estado en contacto con una realidad extremadamente dolorosa: el fin de gran parte de la vida y de las esperanzas de un hombre joven. Y lo que le resultaba aun más duro, y más personal, era comprobar la esperanza que se dibujaba en el rostro de Hester, el deseo de que hubiese descubierto algo provechoso para el caso de Rathbone; la confianza de Hester en sus capacidades contrastaba con la conciencia de Monk respecto a su nula habilidad.

—Gisela no mató a Friedrich —dijo despacio—. No le fue materialmente posible, y cuando sucedió tenía aun menos motivos para hacerlo de los que había tenido nunca. No puedo ayudar a Rathbone. —Al decirlo, su voz sonó llena de rabia. Odiaba a Rathbone por ser vulnerable, por ser tan estúpido como para llegar a ese extremo y esperar que él pudiera salvarlo. Estaba enfadado con Hester por esperar de él un imposible, y también por estar tan preocupada por el abogado. En su rostro apreciaba su inagotable capacidad para ser herida.

Hester parecía haberse quedado petrificada. Pasaron varios segundos antes de que encontrara las palabras para seguir hablando.

—¿De verdad fue sólo un accidente? —Movió un poco la cabeza, como para sacudirse algo que la molestara, pero su rostro estaba rígido por la inquietud, y en sus ojos había pavor—. ¿No hay nada que pueda ayudar a Oliver? ¿Algún tipo de excusa para la condesa? Si ella lo creía debía tener algún motivo. Me refiero a… —Se detuvo.

—Por supuesto que había un motivo —espetó Monk con impaciencia—. Pero no necesariamente nada que la beneficie ante un tribunal. Cada vez parece más evidente que nunca superó sus antiguos celos y que ha aprovechado este momento de vulnerabilidad para intentar ajustar cuentas. Ese es un motivo, pero uno muy desagradable y estúpido.

Hester se enfureció.

—¿Estás diciendo que Friedrich murió a causa del accidente y que eso es todo lo que has descubierto? ¿Y has necesitado dos semanas, en dos países diferentes, para descubrirlo? ¿Y supongo que habrás gastado el dinero de Zorah para pagarte el viaje?

—Claro que he gastado el dinero de Zorah —replicó él—. He estado viajando por ella. Sólo pude descubrir lo que ya estaba ahí, Hester, igual que tú. ¿Curas a todos tus pacientes? —Hablaba cada vez más alto porque estaba herido—. ¿Devuelves tus honorarios si mueren? Tal vez deberías devolvérselos a esta gente, ya que dices que su hijo no volverá a caminar.

—Eso es una estupidez —dijo dando media vuelta, exasperada—. ¡Si no se te ocurre nada más sensato que decir, será mejor que te vayas! —Se volvió de pronto para mirarlo—. ¡No! —Respiró hondo e intentó calmarse de nuevo—. No, por favor, no te vayas. Lo que pensemos el uno del otro no tiene importancia. Podemos pelearnos más tarde. Ahora debemos pensar en Oliver. Si llega el juicio y no tiene nada con que defenderla, o al menos una explicación o una excusa, su reputación y su carrera van a sufrir un serio revés. No sé si habrás leído algún periódico últimamente, supongo que no, pero todos apoyan a Gisela y retratan a Zorah como una mujer malvada, decidida no sólo a herir a una inocente y desconsolada viuda, sino también a arremeter contra las mejores cualidades de la sociedad en general.

Se adelantó y se acercó más a él, su amplia falda rozaba las sillas.

—Muchos de ellos ya han insinuado que Zorah ha llevado una vida muy disoluta, que ha tenido muchos amantes extranjeros y que ha practicado todo tipo de actividades que es mejor dejar a la imaginación.

Monk debería haberlo supuesto, pero por algún motivo no lo había hecho. Había enfocado el asunto sólo en términos políticos. Desde luego, se especulaban cosas macabras acerca de Zorah, su vida y sus motivaciones. Los celos por un amante perdido eran lo primero en lo que pensaría mucha gente.

Estuvo a punto de decirle a Hester que nadie podía hacer nada por evitar eso, pero le detuvo la mezcla de dolor y esperanza en su rostro. Le sobrecogió como si esos sentimientos hubiesen sido los suyos, le pillaron por sorpresa. No tenía nada que ver con la vida de Zorah y, no obstante, Hester estaba absorta. Todo su pensamiento se centraba en la lucha contra la injusticia o, en el caso de Rathbone, en intentar evitar la herida y en hacer algo para aliviar el daño.

—Existe la posibilidad de que fuera asesinado —dijo a regañadientes—. No por Gisela, pobre mujer, sino por alguna de las facciones políticas de su país. —No pudo resistirse a añadir algo más—. Tal vez incluso por el hermano de la reina.

Hester se estremeció pero se negó a mostrarse descorazonada.

—¿Podemos demostrar que fue asesinado? —se apresuró a decir. Utilizó el plural como si ella estuviese tan involucrada como él—. Podría ser de ayuda. Al fin y al cabo, haría ver que Zorah estaba equivocada en cuanto al autor pero que el crimen no era cosa de su imaginación. Y sólo la acusación lo habrá sacado a la luz. —Su voz se aceleraba y aumentaba el volumen—. Si se hubiese quedado callada, el asesinato del príncipe habría pasado desapercibido, nadie lo habría sabido nunca. Eso sí sería una terrible injusticia.

Monk contemplaba su ansia, y le dolía.

—¿Y crees que de verdad preferirán que el mundo supiera que un miembro de la familia real, quizá instigado por la propia reina, asesinó al príncipe? —dijo con amargura—. ¡Si crees que alguien se lo va a agradecer, eres mucho más estúpida de lo que creía!

Esa última frase la conmovió, aunque no lo suficiente como para hundirla.

—Su propio pueblo se lo agradecería —dijo en voz muy queda—. No todos, pero como mínimo algunos sí lo harían. Y el jurado será inglés. Nosotros aún pensamos que asesinar a alguien es algo detestable, sobre todo a un hombre herido e indefenso. Y admiramos el valor. No nos gustará lo que diga Rathbone, pero sabremos que decirlo le habrá costado mucho, y lo respetaremos. —Lo miraba fijamente, desafiándolo a que le contradijera.

—Eso espero —convino él con una sacudida de puro sentimiento al comprobar de nuevo lo mucho que a Hester le importaba el caso. Ni siquiera conocía a Zorah. Seguro que no sabía acerca de ella más que lo que podía inferirse de ese hecho único de su vida. Era Rathbone quien ocupaba su pensamiento, y su futuro lo que de verdad le preocupaba. Monk sintió el repentino vacío de la soledad. No se había dado cuenta de que Rathbone le importara tanto. El abogado siempre se había mostrado algo distante con ella, incluso a veces condescendiente. Y Monk sabía lo mucho que Hester odiaba que la tratasen con condescendencia; él ya había probado su mal genio con anterioridad por haber caído en ese error.

—Tienen que creerlo. —Sonó optimista, como si Hester intentara convencerse a sí misma—. Lograrás demostrarlo, ¿verdad? —continuó con apremio, el ceño fruncido—. Fue veneno…

—Sí, por supuesto. No habría podido pasar por una muerte natural si le hubiesen disparado o le hubiesen dado un golpe en la cabeza —apuntó Monk con sarcasmo.

Ella no hizo caso.

—¿Cómo?

—En la comida o en los medicamentos, supongo. Vuelvo a Wellborough Hall esta noche para ver si puedo averiguarlo.

—No me refería a cómo lo envenenaron —corrigió Hester con impaciencia—. Está claro que lo camuflaron en algo que comió. Me refería a cómo vas a demostrarlo. ¿Vas a hacer que desentierren el cuerpo y le hagan la autopsia? ¿Cómo vas a conseguirlo? Intentarán impedírtelo. La mayoría de la gente está en contra de esa clase de cosas.

Monk no tenía la más mínima idea de cómo iba a hacerlo. Estaba tan confuso y preocupado como ella, excepto que él no se sentía tan personalmente involucrado con Rathbone como parecía estarlo ella. Sentiría mucho, claro está, que Rathbone cayera en desgracia y viera truncada su carrera. Haría todo lo posible por evitarlo. Habían sido amigos y habían batallado juntos para ganar unos cuantos casos, a veces en condiciones muy adversas. Se habían preocupado por las mismas cosas y habían confiado el uno en el otro sin necesidad de esgrimir palabras ni razones.

—Ya lo sé —dijo con calma—. Espero convencerlos para que me digan la verdad. Creo que las implicaciones políticas son lo bastante fuertes como para conseguirlo. Las sospechas pueden hacer mucho daño. La gente hace cualquier cosa para evitarlas.

La mirada de Hester se encontró con la suya, estaba tranquila, se le había pasado el enfado.

—¿Puedo ayudar en algo?

—No me imagino cómo, pero si se me ocurre algo te lo diré —prometió Monk—. ¿Supongo que no te habrás enterado de nada relevante acerca de Friedrich o Gisela? No, claro que no, o ya me lo habrías dicho. —Sonrió sombríamente—. Intenta no preocuparte tanto. Rathbone es mejor en los tribunales de lo que crees. —Era una idiotez decir algo así, y se estremeció al oírse, pero quería calmarla, aunque fuese un consuelo vacío y fugaz. Detestaba verla tan asustada… por ella misma, no únicamente debido a lo que él pudiera sentir por Rathbone, que era confusión e inquietud, amistad, rabia y envidia. Rathbone gozaba de toda la atención de Hester. Apenas se había fijado en Monk, exceptuando la ayuda que podía ofrecer.

—Quizá pueda obtener todo tipo de información de los testigos en el estrado —continuó—. Y desde luego tenemos suficientes indicios como para obligar a testificar a todas las personas que se encontraban en Wellborough Hall aquel fin de semana.

—¿Sí? —Parecía alegrarse de veras—. Sí claro, tienes razón. Ha cometido un error tan desastroso al aceptar el caso que se me olvida lo brillante que es en los tribunales. —Dejó salir el aire en un suspiro y luego sonrió—. Gracias, William.

Con unas pocas palabras Hester había traicionado su conocimiento de la vulnerabilidad de Rathbone, su buena disposición a defenderlo, su admiración por él y lo mucho que le importaba. Y le había dado las gracias a Monk con tanta sinceridad que éste sintió como si un cuchillo se hubiera clavado en sus tripas cuando, con sorpresa, percibió en ella una belleza mucho más cegadora y fuerte que el encanto de Evelyn, que tan fácilmente se había desvanecido.

—Debo irme —dijo con frialdad, sentía como si le hubiesen arrancado su máscara protectora y Hester hubiese visto en su interior de un modo tan manifiesto como lo hacía él—. Tengo que tomar un tren esta tarde si quiero estar en Wellborough a tiempo para encontrar habitación. Buenas noches. —Y casi antes de que ella tuviese tiempo de contestar, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta, la abrió de golpe y salió.

Por la mañana, después de una agitada noche en la hostería del pueblo, en la que no había hecho más que dar vueltas en la cama, contrató a un cochero del lugar para que le llevara a Wellborough Hall. Esta vez no tenía intención de mentir acerca de su persona ni su propósito, por mucho que lord Wellborough se sorprendiera.

—¿Qué es usted? —inquirió su señoría, con la cara pálida, cuando Monk se encontraba ya en la sala de estar, justo de pie en el centro de la alfombra. Lord Wellborough se irguió apoyado en la chimenea.

—Un agente investigador —repitió Monk casi con la misma frialdad.

—No tenía ni idea de que existiese algo así. —Wellborough resoplaba como si hubiese tragado algo asqueroso—. Si alguno de mis huéspedes ha cometido una indiscreción, no quiero saberlo. Si fue en mi casa, debo considerar mi deber como anfitrión enfrentarme al asunto sin la intromisión de un… lo que sea que ha dicho usted que es. El lacayo le mostrará la salida, caballero.

—¡La única indiscreción que me interesa es un asesinato! —Monk ni siquiera movió los ojos, y mucho menos los pies.

—No puedo ayudarle —contestó Wellborough—. No sé de nadie que haya sido asesinado. No ha muerto nadie, que yo sepa. Como le he dicho, caballero, el lacayo le mostrará la salida. Por favor, no vuelva a entrar en mi casa. Vino aquí bajo una falsa apariencia. Se aprovechó de mi hospitalidad e importunó a mis otros invitados, lo cual es inexcusable. Que tenga un buen día, señor Monk. Supongo que ése será su verdadero nombre. Aunque, a decir verdad, no me importa lo más mínimo.

Monk no apartó la mirada. No movió un solo músculo de su cuerpo.

—El príncipe Friedrich murió en esta casa, lord Wellborough. Ya ha habido una acusación pública de que fue asesinado…

—Y ha sido negada con rotundidad —cortó Wellborough—. Nadie le otorgó un ápice de credibilidad. Y, como sin duda ya sabe, esa horrible mujer, que a buen seguro está loca, tendrá que afrontar un juicio por su calumnia. Creo que dentro de una semana, más o menos.

—No va a afrontar un juicio, señor —corrigió Monk—. Se trata de un pleito civil, al menos técnicamente. Aunque la cuestión del asesinato se investigará de forma exhaustiva, desde luego. Las pruebas médicas se examinarán en todo detalle…

—¿Pruebas médicas? —Wellborough se derrumbó. Parecía horrorizado y, a la vez, se mostraba desdeñoso—. ¡No las hay, por amor de Dios! El pobre Friedrich murió y fue enterrado hace medio año.

—Sería una desgracia tener que exhumar el cadáver —admitió Monk. No hizo caso de la expresión de incredulidad ni del horror que se reflejaba en el rostro de Wellborough—. Pero si las sospechas no dejan otra posible alternativa, tendrá que hacerse, y se llevará a cabo una autopsia. Será muy penoso para la familia, pero una acusación de asesinato no puede quedar en el aire, sin solución…

A Wellborough se le enrojeció la tez, tenía el cuerpo rígido.

—¡Ya ha sido contestada, señor! Nadie en su sano juicio creerá ni por un instante que la pobre Gisela pudiese hacerle daño a su marido de ninguna de las maneras, y mucho menos que lo asesinase a sangre fría. Es monstruoso, es completamente absurdo.

—Sí, estoy de acuerdo, es posible que lo sea —dijo Monk con ecuanimidad—. Pero no es tan absurdo creer que Klaus von Seidlitz pudiera haberlo matado para impedir que regresara a su país y encabezara así la resistencia contra la unificación. Tiene grandes extensiones de terreno en la frontera que podrían quedar devastadas en el supuesto de una guerra. Un motivo poderoso, y en absoluto difícil de creer, aunque sea, como bien ha dicho, monstruoso.

Wellborough contemplaba a Monk como si hubiese emergido de las profundidades rodeado por una nube de azufre.

Monk continuó con cierta satisfacción.

—Y la otra posibilidad, muy plausible también, es que no fuese Friedrich a quien quisieran matar, sino a Gisela. Tal vez él murió debido a un terrible error. En ese caso, pueden encontrarse muchas personas deseosas de matarla. El sospechoso más evidente es el conde Lansdorff, hermano de la reina.

—Eso es… —comenzó Wellborough, luego calló, su cara había perdido todo rastro de color. Monk supo en aquel momento que Wellborough estaba muy al corriente de los planes y negociaciones que precedieron a la muerte de Friedrich.

—O la baronesa Brigitte von Arlsbach —prosiguió Monk sin piedad—. Y, sintiéndolo mucho, usted.

—¿Yo? No tengo ningún interés en política extranjera —protestó Wellborough. Parecía desconcertado de veras—. A mí me da exactamente igual quién gobierna en Felzburgo, si forma parte de Alemania o si continúa siendo uno de esos veinte pequeños estados independientes para el resto de la eternidad.

—Usted fabrica armas —observó Monk—. Una guerra en Europa le ofrece un mercado magnífico…

—¡Eso es injusto, señor! —exclamó Wellborough henchido de rabia, con la mandíbula apretada, los labios prietos hasta hacerse casi invisibles—. Insinúe eso fuera de esta habitación y yo mismo le demandaré.

—No he insinuado nada —contestó Monk—. Me he limitado a exponer los hechos. Pero puede estar seguro de que la gente sacará esa conclusión, y no puede demandar a todo Londres.

—¡Puedo demandar a la primera persona que lo diga en voz alta!

Monk estaba muy relajado. Al menos tenía ese triunfo en las manos.

—Sin duda. Pero resultaría caro e inútil. El único modo de evitar que la gente lo piense es demostrar que es falso.

Wellborough le miraba.

—Entiendo lo que quiere decir, señor —dijo por fin—. Y su método y sus formas me parecen igualmente despreciables, pero reconozco la necesidad. Podrá interrogar a quien quiera en mi casa, yo personalmente daré orden de que le contesten con rapidez y sinceridad, a condición de que me informe de sus descubrimientos, por extenso, al final del día. Se quedará usted aquí e investigará hasta que llegue a una conclusión satisfactoria e irrefutable. ¿Le parece bien?

—Perfecto —respondió Monk inclinando la cabeza—. He traído una maleta conmigo. Si hace que alguien me lleve a mi habitación, comenzaré de inmediato. El tiempo apremia.

Wellborough apretó los dientes e hizo sonar la campanilla.

Monk pensó que lo más cortés, y seguramente lo más eficaz, sería hablar primero con lady Wellborough. Lo recibió en la sala de estar, un lugar decorado y amueblado al estilo francés, con muchísimos más detalles dorados de lo que Monk creía aconsejable. Lo único que le gustó de toda aquella parafernalia fue un enorme jarrón con crisantemos tempranos, marrones y dorados, que llenaban el aire de un agradable olor a tierra.

Lady Wellborough entró y cerró la puerta tras de sí. Llevaba un vestido matinal de color azul oscuro que, en teoría, debía de favorecer su tez clara, pero estaba demasiado pálida, sin duda sorprendida y confundida, y el miedo ensombrecía sus ojos.

—Mi marido me ha dicho que es posible que el príncipe Friedrich fuera asesinado —dijo sin rodeos. Debía de tener unos treinta y tantos años, pero poseía cierta infantil falta de sofisticación—. Y que ha venido usted aquí a descubrir quién fue el culpable antes de que se celebre el juicio. No comprendo nada, pero debe de estar equivocado. Es demasiado horrible.

Monk iba predispuesto a que lady Wellborough no le gustara, porque tampoco le gustaba su marido, pero se dio cuenta con sorpresa de lo diferente que ella era, arrastrada por la estela de él, tal vez incapaz, a causa de las circunstancias, la ignorancia o la dependencia, de llevar una vida distinta. Monk comprendió que esa carencia tenía poco que ver con su voluntad o su naturaleza.

—Por desgracia, a veces suceden cosas terribles, lady Wellborough —contestó él sin emoción—. Había muchas cosas en juego en torno al retorno de Friedrich a su país. Tal vez no era usted consciente de la seriedad del asunto.

—No sabía que fuese a volver —dijo, mirándolo a los ojos—. A mí nadie me dijo nada al respecto.

—Con toda probabilidad todavía era un secreto, si es que realmente había decidido algo. Lo más probable es que estuviera a punto de decidirse.

Lady Wellborough parecía aún inquieta y algo confusa.

—¿Y cree que alguien lo asesinó para evitar que regresara a su país? Tenía entendido que, de todos modos, no podía hacerlo después de haber abdicado por propia voluntad. Al fin y al cabo, escogió a Gisela en lugar de la corona. ¿No se trataba de eso? —Negó con la cabeza y se encogió de hombros, todavía de pie en mitad de la habitación, reacia a ponerse cómoda o incapaz de ello, como si con ese acto pudiera prolongar una entrevista que no le agradaba lo más mínimo.

—De veras no creo —prosiguió lady Wellborough— que hubiese regresado sin ella, señor Monk, ni siquiera para salvar a su país de la unificación, algo que, por otra parte, y como opina la mayoría, sucederá de todos modos algún día casi con total seguridad. Si los hubiera visto aquí, ni siquiera se le habría ocurrido esa idea. —Con el tono de voz pretendía señalar el carácter ridículo de semejante idea, aunque había en él también algo de pesar y una nota de envidia—. Nunca he conocido a dos personas que se quisieran tanto. A veces era casi como si hablaran con una sola voz. —Sus ojos azules miraban más allá de Monk—. Ella acababa las frases de él, o él las de ella. Conocían los pensamientos del otro. Sólo puedo imaginar lo que debe de ser tener una complicidad tan completa.

Monk la miró y vio a una mujer que llevaba muchos años casada, que empezaba a enfrentarse a la idea de la madurez, al final de los sueños y al comienzo de la aceptación de la realidad, y que se había dado cuenta hacía poco de que su soledad interior no era necesariamente una característica común en la vida de todo el mundo. También existían aquéllos que habían encontrado el ideal. Justo cuando ella había aceptado que no existía y se había acostumbrado a la idea, allí estaba, expuesto ante sus ojos, en su propia casa, pero no para que ella pudiera disfrutarlo.

Después Monk se acordó de Hester con una claridad asombrosa, y de la confianza que había depositado en ella. Era una mujer severa y de sólidas convicciones. Había muchas cosas de ella que lo irritaban como si hubiese abierto una herida que no llegara a cicatrizar; cuando pensaba que ya estaba curado, volvía a abrirse. Pero conocía el valor de Hester, su compasión y su honestidad. También estaba seguro, y en ese punto la rabia y la valoración se fundían, de que ella nunca le haría ningún daño de forma premeditada. Pero Monk no deseaba poseer nada tan valioso. Podría romperlo. Podría perderlo.

Y, además, ella podía herirlo de un modo irreparable, más allá de lo que creía, si veía a Rathbone como algo más que un amigo. Eso era algo en lo que Monk se negaba a pensar.

—Es posible —dijo al fin—. Pero es de suma importancia, por razones que lord Wellborough sin duda ya le habrá explicado, que conozcamos la verdad acerca de qué ocurrió exactamente y que encontremos pruebas de ello. La alternativa es que se imponga una investigación en el juicio.

—Sí —reconoció ella—. Lo comprendo. No tiene por qué dar más explicaciones, señor Monk. Ya he dado orden al servicio de que contesten a sus preguntas. ¿Qué cree que puedo contarle yo? Los abogados de la princesa Gisela me llamarán a declarar en el juicio por la calumnia de la condesa Rostova.

—Por supuesto. Durante su estancia aquí, ¿vio el conde Lansdorff a solas a Friedrich durante mucho tiempo?

—No. —Su rostro evidenciaba que conocía las implicaciones del asunto—. Gisela no le dejó recibir visitas a solas. Estaba demasiado grave.

—Me refiero a antes del accidente.

—Ah. Sí. Hablaban solos a menudo. Al parecer, estaban arreglando viejas rencillas. Al principio fue bastante peliagudo e incómodo. Apenas habían hablado durante doce años, desde la abdicación de Friedrich y su posterior abandono del país.

—¿Pero tenían al menos una relación cordial antes del accidente?

—Eso parecía, sí. ¿Está tratando de decir que Rolf le pidió que regresara y él accedió? Si es así, habría sido con Gisela, no sin ella. —Lo dijo con total seguridad, y por fin se dirigió hacia el gran sofá y se sentó, extendiendo su falda con gracia—. Los observé muy de cerca como para equivocarme. —Sonrió y se mordió un poco el labio—. Tal vez le parezca demasiado confiada, porque es usted un hombre. Pero no es así. La vi con él. Era una mujer muy fuerte, muy segura de sí misma. Él la adoraba. No hacía nada sin ella, y ella lo sabía.

Miró a Monk y una sombra de diversión asomó a su mirada.

—Hay cientos de pequeñas señales que muestran que una mujer no está segura de un hombre o cuando siente que tiene que hacer pequeños esfuerzos, escuchar, ser obediente o aduladora para retenerlo. Ella le quería, se lo aseguro, no lo dude ni un instante. Pero también conocía la profundidad de su amor por ella, y sabía que no tenía motivos para ponerlo en duda. —Movió un poco la cabeza—. Ni siquiera el deber hacia su país le habría llevado a abandonarla. Yo incluso diría que la necesitaba. Ella era muy fuerte, ¿sabe? Ya se lo había dicho, ¿verdad? Lo era.

—Lo dice en pasado —observó él, y también se sentó.

—Bueno, su muerte le ha robado todo —comentó ella, con los ojos azules muy abiertos—. Desde entonces vive recluida.

Monk se sorprendió al pensar que no sabía dónde estaba Gisela. No sabía nada de ella desde la muerte de Friedrich.

—¿Dónde está? —preguntó.

—Pues, en Venecia, por supuesto. —Se sorprendió de que no lo supiera.

Monk debería haberlo sabido, pero había estado muy ocupado con las investigaciones sobre el pasado como para pensar en el presente de Gisela. Se preguntó quién le habría comunicado la noticia de la calumnia de Zorah, aunque no fuera un detalle relevante.

—Cuando estaba ya convaleciente, ¿cómo le preparaban la comida? —preguntó—. ¿Quién se la llevaba? ¿Supongo que siempre comería en sus habitaciones?

—Sí, claro. Estaba demasiado enfermo para salir de la cama. Se la preparaban en la cocina…

—¿Quién?

—La cocinera, la señora Bagshot. Gisela no se separaba de él, si es que está pensando en eso.

—¿Quién más le visitó?

—El príncipe de Gales vino a cenar una noche. —A pesar de la naturaleza de la conversación, del miedo que sentía por su reputación como anfitriona y de la notoriedad que estaba a punto de acuciarla, había todavía un deje de orgullo en su voz al pronunciar aquel nombre o, para ser más exactos, aquel título—. Subió un momento a verlo.

A Monk se le cayó el alma a los pies. Otro tablón para el ataúd profesional de Rathbone.

—¿Nadie más? —presionó. No es que el número de personas resultara relevante. Habría sido bastante sencillo abordar a una doncella en la escalera y echar algo en un plato o en un vaso sin ser visto. Incluso podían haber dejado una bandeja en una mesa durante un momento, ofreciendo la oportunidad de verter unas gotas de destilado de tejo. Cualquiera podía haber ido al jardín a cortar las hojas, excepto Gisela.

Convertir las hojas o la corteza en un veneno eficaz presentaba algo más de complicación. Había que hervirlas durante mucho tiempo y dejar que la mezcla se redujera. No podían haberlo hecho en la cocina, a no ser que fuera de noche, mientras el servicio dormía, y hubiesen eliminado todas las pruebas después. Encontrar una pista que indicara que alguien había estado por la noche en la cocina, o que alguien que no fuese la cocinera había usado una olla, sería útil aunque muy posiblemente no señalara al culpable.

Lady Wellborough ya había respondido y esperaba la siguiente pregunta.

—Gracias —dijo Monk poniéndose en pie—. Creo que hablaré con la cocinera y con el personal de cocina.

Ella palideció y casi se abalanzó hacia delante para agarrarle del brazo.

—¡Por favor, tenga cuidado con lo que dice, señor Monk! Las buenas cocineras son muy difíciles de conseguir y se ofenden con facilidad. Si le insinúa, aunque sea de forma remota, que ella…

—No lo haré —le aseguró. Sonrió fugazmente. Qué mundo tan diferente aquel en que la pérdida de una cocinera podía causar tal angustia, casi terror. Pero él no conocía a lord Wellborough, ni sabía cómo dependía la felicidad de lady Wellborough de su estado de ánimo, ni que éste, a su vez, dependía de la permanencia de la citada cocinera. Tal vez lady Wellborough tenía motivos para asustarse.

—No la insultaré —prometió con mayor decisión.

Y mantuvo su palabra. La señora Bagshot no respondía a la concepción que Monk tenía de una cocinera normal. La encontró en la cocina, limpia y grande, con el rodillo en la mano. Era una mujer alta y delgada, de cabellos grises recogidos en un moño muy prieto. El orden de la cocina decía mucho de su carácter. Los cálidos aromas eran deliciosos.

—¿Y bien? —preguntó la señora Bagshot, repasando a Monk de arriba abajo—. ¿Así que cree que envenenaron al príncipe extranjero en esta casa, eh? —Su voz estaba crispada por la rabia.

—Sí, señora Bagshot, creo que es posible —respondió Monk mirándola de hito en hito—. Creo que es muy probable que lo hiciera alguno de sus compatriotas por motivos políticos.

—Ah. —Ya parecía más tranquila, aunque todavía en guardia—. ¿Es eso? ¿Y cómo lo hicieron, si puedo preguntárselo?

—No lo sé —admitió él, dominando su voz y su expresión. Aquella era una mujer más que dispuesta a sentirse agraviada—. Supongo que alguien le puso algo en la comida mientras la subían a su dormitorio.

—¿Y entonces qué hace en mi cocina? —Levantó el mentón. Era un argumento indiscutible y lo sabía—. No fue una de mis chicas. No queremos saber nada de los extranjeros, excepto como invitados, y a todos les servimos lo mismo.

Monk miró la enorme sala con los fogones impolutos, lo bastante grandes como para asar medio cordero y hervir suficientes verduras u hornear tantos pasteles y postres como para alimentar a cincuenta personas de una sola vez. Más allá había filas de ollas de cobre colgadas según su tamaño, y todas tan limpias que brillaban. En los aparadores había servicios de vajilla. Monk sabía que más allá de la cocina había fregaderos, despensas… Una sólo para la caza, por ejemplo. Pequeños cuartos para conservar pescado, hielo, carbón, ceniza; también un horno, un cuarto para las lámparas, otro para los cuchillos, el ala de la lavandería, una antecocina, un cuarto para la repostería, una sala de licores y un almacén general. Y eso sin pasar al territorio del mayordomo.

—Una cocina muy ordenada —observó—. Todo está en su sitio.

—Faltaría más —espetó la cocinera—. No sé a qué estará acostumbrado, pero en una casa grande como ésta si no se mantiene el orden no se puede cocinar una cena en condiciones para la gente que viene aquí.

—Ya me imagino…

—No se lo imagina —le contradijo con desprecio—. No tiene ni idea, ni idea. —Se volvió para dirigirse a una doncella—. Eh, Nell, ¿ya tienes las seis docenas de huevos que te he mandado buscar? Los necesitamos para mañana. Y el salmón. ¿Dónde está el chico del pescado? No sabe ni en qué día vive. Tonto como el que más. ¡El otro día me trajo platija cuando le había dicho lenguado! No tiene más cabeza que el día que nació.

—Sí, señora Bagshot —dijo Nell diligente—. Seis docenas de huevos como dijo, y dos docenas de huevos de pato que ya están en la despensa. También he traído diez libras de mantequilla nueva y tres libras de queso.

—Pues muy bien, hala, a lo tuyo. No te quedes ahí mirando sólo porque hay un extraño en la cocina. ¡No tiene nada que ver contigo!

—¡Sí, señora Bagshot!

—¿Y qué es lo que quiere de mí, joven? —La señora Bagshot se volvió para mirar a Monk—. Tengo una cena por preparar. Pon los faisanes en la despensa, George. ¡No los dejes aquí colgados, por amor de Dios!

—Pensaba que querría verlos, señora Bagshot —contestó George.

—¿Para qué? ¿Te crees que nunca he visto un faisán? ¡Llévatelos de aquí antes de que me lo llenen todo de plumas! Imbécil —añadió entre dientes—. ¡Bueno, empiece de una vez! —le dijo a Monk—. No se quede ahí estorbando todo el día. A lo mejor usted no tiene nada que hacer, pero nosotros tenemos faena.

—Si alguien entrara en su cocina por la noche y utilizara una de sus ollas, ¿lo descubriría usted? —preguntó Monk sin esperar un instante.

La cocinera consideró la pregunta a fondo antes de responder.

—No si la limpiasen bien y la dejasen exactamente donde la habían encontrado —dijo al cabo de un momento—. Pero Lizzie se daría cuenta si alguien hubiese encendido el fuego. No se puede cocer nada con los fogones apagados, si es cocinar lo que quiere. ¿Qué cree que cocieron? ¿El veneno?

—Hojas o corteza de tejo, para destilar un licor venenoso —explicó él.

—¡Lizzie! —gritó la cocinera.

Apareció una chica de cabello oscuro limpiándose las manos en el delantal.

—¿Cuántas veces te he dicho que no hagas eso? —inquirió la cocinera con enojo—. ¡Las manos sucias dejan marca en la tela blanca! Límpiatelas en el vestido. ¡En el gris no se ve! Bueno, quiero que te acuerdes de cuando aquel príncipe extranjero estaba aquí, ése que murió porque se cayó de un caballo.

—Sí, señora Bagshot.

—¿Encendió alguien los fogones por la noche, como si hubiesen cocinado o hervido algo? Piénsatelo muy bien.

—Sí, señora Bagshot. Nadie hizo eso. Lo habría sabido porque sé exactamente de cuántos carbones dispongo.

—¿Estás del todo segura?

—Sí, señora Bagshot.

—Bien. Pues vuelve a las patatas. —Se volvió hacia Monk—. Lo de los carbones es verdad. Se necesitan astillas y carbones para encender el fuego, y hay que saber cómo se hace. No es cuestión de meterlo todo ahí dentro y esperar. No siempre tira a la primera y es difícil regular los fogones si no estás acostumbrado. No hay una sola dama ni un solo caballero que puedan encender un fuego decente, y aún no ha nacido el que sea capaz de palear carbón y volver a poner en su sitio el que no ha usado. —Sonrió forzadamente—. Así que su veneno no se preparó en mi cocina.

Monk le dio las gracias y se marchó.

Interrogó con cuidado a los demás criados, repasando todos los detalles. Obtuvo una imagen más definida que la que tenía hasta entonces acerca de la vida en Wellborough Hall. Quedó sorprendido por la enorme cantidad de alimentos que se cocinaban y se desperdiciaban en aquella casa. La riqueza y la variedad despertaron en él un intenso sentimiento de desaprobación. Tan sólo añadiendo algo de pan y patatas habrían alimentado a un pueblo mediano. Lo que más le enfurecía era que los hombres y las mujeres que cocinaban, servían y tiraban después las sobras, aceptaran ese desperdicio sin, al parecer, pararse a pensar, y menos aun ponerlo en entredicho o rebelarse. Para ellos era algo normal, no merecía especial atención. El también lo había hecho durante su anterior estancia en Wellborough Hall. Y desde luego también en Venecia, y una vez más en Felzburgo.

En el relato de cada uno de los criados apreció además la fascinación, la diversión y la emoción que se vivió durante las semanas que el príncipe Friedrich estuvo allí.

—Fue una tragedia horrible —dijo Nell, la camarera, con desdén—. Era un caballero tan apuesto. Nunca había visto unos ojos como los suyos en un hombre. Y no hacía más que mirar a su esposa. Se te derretía el corazón, de verdad. Siempre tan educado. Lo pedía todo por favor y siempre daba las gracias, y eso que era un príncipe. —Parpadeó—. No es que el príncipe de Gales no sea gentil, claro que no —añadió rápidamente—. Pero el príncipe Friedrich era… tan… caballeroso. —Se detuvo de nuevo al darse cuenta de que había empeorado las cosas con su aclaración.

—No voy a decirle a nadie lo que me cuente. —Monk la tranquilizó—. ¿Qué puede decirme de la princesa Gisela? ¿También era amable?

—Oh, sí… Bueno… —Lo miró con cautela.

—¿Sí? —apremió Monk—. La verdad, Nell, por favor.

—No, ella no. La verdad es que se comportaba como una estúpida. ¡Oh! —Puso cara de vergüenza—. No tendría que haberlo dicho. La pobre está destrozada y todo eso. Lo siento muchísimo, señor. No lo he dicho en serio.

—Sí que lo ha dicho. ¿En qué sentido era una estúpida?

—¡Por favor, señor, no tendría que haberlo dicho! —rogó—. Yo diría que en su país la gente es diferente. Y es una princesa real y todo eso, y esa gente no es como nosotros.

—Sí que lo es —contestó Monk, airado—. Ella nació exactamente igual que usted, desnuda y gritando para tomar aliento.

—¡Oh, señor! —ahogó un grito en su garganta—. ¡No debería decir esas cosas de la gente de clase alta, y mucho menos de la realeza!

—Gisela sólo es de la realeza porque un principito europeo se casó con ella —dijo Monk—. Y abandonó la corona y su deber por ella. ¿Qué ha hecho en la vida que fuese útil para nadie? ¿Qué ha fabricado, qué ha construido? ¿A quién ha ayudado?

—No entiendo lo que quiere decir, señor. —Estaba totalmente confundida—. Es una dama.

Aquello, al parecer, era explicación suficiente para la doncella. Y las damas no trabajan. No se espera que hagan nada más que divertirse cuanto les plazca. Ponerlo en duda no sólo era incorrecto, sino que carecía de sentido.

—¿Al resto del servicio le gustaba? —preguntó Monk, cambiando de estrategia.

—No es cosa nuestra que nos gusten o no los invitados, señor. Pero ella no era de las preferidas, si es eso a lo que se refiere.

Al parecer era un punto controvertido. Monk no quiso insistir.

—¿Y la condesa Rostova? —preguntó en su lugar.

—Oh, ella era muy divertida, señor. Tenía la misma lengua que un peón del ferrocarril, ya lo creo, pero era buena. Siempre se comportaba de un modo exquisito.

—¿A ella le gustaba la princesa?

—Yo diría que no. —La idea parecía divertirla—. Se echaban una a la otra miradas de ésas que matan. Pero al final la princesa siempre salía ganando, de una forma o de otra. Hacía reír a la gente, sí. Tenía una manera perversa de reírse de los demás. Sabía dónde podía hacerles daño y se burlaba de eso.

—¿Y dónde le dolía a la condesa?

Nell no vaciló.

—Oh, ella sentía mucho cariño por aquel joven caballero italiano, Barber no sé qué.

—¿Florent Barberini?

—Sí, eso. Era guapísimo, ésa es la verdad, pero estaba prendado de la princesa, como si creyera que había salido de un cuento de hadas. Y, bueno, supongo que, en cierto sentido, así era. —Por un momento su mirada se suavizó—. Debe de ser maravilloso enamorarse de ese modo. Supongo que al príncipe y la princesa se los recordará hasta el fin de los días, como a lord Nelson y lady Hamilton, o a Romeo y Julieta, amantes trágicos que abandonaron el mundo el uno por el otro.

—¡Puro cuento! —exclamó con vehemencia la doncella de lady Wellborough—. Ya ha estado leyendo folletines otra vez. No sé por qué los permite la señora en esta casa. Les llenan a las jóvenes la cabeza con un montón de tonterías. Estar casado no es coser y cantar, como decía mi madre. Hay cosas buenas y cosas malas. Los hombres son de verdad, como las mujeres. Se ponen enfermos y hay que cuidarlos —dijo con desdén—. Se cansan y se ponen de mal humor, tienen miedo, son desordenados como el demonio y la mayoría roncan tanto como para despertar a los muertos. Y una vez te has casado ya no tienes forma de escapar, no importa lo que hagas. Esas niñas bobas tendrían que pensar un poco antes de ir por ahí persiguiendo sueños porque los han leído en un estúpido libro. A algunas no habría que permitirles que aprendieran a leer.

—¿Pero el príncipe y la princesa no compartían una felicidad de ensueño? —presionó Monk, sin esperar una respuesta que le sirviera de algo, sólo por seguir la discusión.

Estaban al final de la escalera y más abajo, en el vestíbulo, una camarera reía tontamente y un lacayo susurraba algo en voz muy baja. Se oyeron unos pasos rápidos.

—Supongo que sí, pero también discutían, como todo el mundo —dijo con vehemencia la doncella—. Por lo menos, ella. No hacía más que darle órdenes, cosa mala, cuando estaban solos, y a veces también cuando no lo estaban. Aunque a él no parecía molestarle —añadió—. Creo que prefería los insultos de su esposa a las zalamerías de cualquier otra persona. Supongo que eso es lo que conlleva estar enamorado. —Negó con la cabeza—. Lo que es yo, ya le habría dicho cuatro verdades a alguien que me hablara así. Y seguro que habría pagado las consecuencias. —Sonrió compungida—. A lo mejor es que lo de enamorarse no es para gente como yo.

Era la primera vez que Monk oía hablar de discusiones, aparte del breve episodio de la presentación de la obra de Verdi en Venecia, que parecía haber terminado, casi antes de empezar, con una victoria incondicional de Gisela y, al parecer, sin rencores por ninguna de ambas partes.

—¿Y sobre qué discutían? —Fue directo al grano—. ¿Tenía algo que ver con el regreso a Felzburgo?

—¿Adonde? —No tenía ni idea de qué hablaba Monk.

—A su país —explicó él.

—No, nada de eso. —Desechó la idea con una carcajada—. No era por nada en especial. Sólo mal genio. Dos personas que están juntas todo el tiempo se pelean por todo y por nada. Lo que es yo, no podría soportarlo, pero claro, yo no estoy enamorada.

—¿Pero ella no coqueteaba ni prestaba especial atención a nadie más?

—¿Ella? ¡Era una cosa mala coqueteando! Pero nunca como si creyera que la iban a tomar en serio. Era algo distinto. Todos sabían que sólo se divertía. Incluso el príncipe lo sabía. —Miró a Monk con paciente desdén—. Si lo que está pensando es que lo mató porque le gustaba algún otro, eso sólo demostraría lo poco que se entera de las cosas. No era nada de eso. Aquí hay siempre mucha jarana. Yo podría contarle un par de historias, pero me costarían algo más que mi empleo.

—Prefiero no saberlo —dijo Monk con aspereza, y lo decía en serio.

Interrogó al resto del servicio y no hizo más que escuchar las mismas palabras, corroboradas por otra docena de personas serias y asustadas. Gisela no había salido de sus habitaciones después del accidente de Friedrich. Había permanecido con él, a su lado, exceptuando breves respiros para bañarse o dar una cabezada en el dormitorio de al lado. La doncella siempre había estado lo bastante cerca como para oírlos. Gisela había pedido las comidas con riguroso detalle, pero no había bajado a la cocina.

No obstante, casi todos los demás se habían movido por la casa con total libertad y podían haber tenido cientos de oportunidades de ir al encuentro de un criado con una bandeja en la escalera y distraerlo el tiempo suficiente como para echar algo en la comida. Al principio, Friedrich sólo había tomado caldo de ternera, después comió pan, natillas y un poco de leche. Gisela comía con normalidad, cuando probaba bocado. Un lacayo recordaba haberse encontrado con Brigitte en el rellano al subir una bandeja. Una camarera había dejado una bandeja varios minutos cuando Klaus estaba presente; miró a Monk con ojos muy asustados al decírselo.

Todo se sumaba al dilema de Rathbone y a la condena de Zorah. Gisela no podía ser la culpable material y nada de lo que Monk había escuchado le había hecho cambiar de opinión acerca de la ausencia de motivos para asesinar a su marido.

Tampoco había pruebas indiscutibles de que cualquier otra persona hubiese asesinado a Friedrich, pero las sospechas apuntaban a Brigitte y a Klaus. En otro momento, Monk se habría sentido satisfecho pensando en Evelyn, pero ahora ella ya casi no significaba nada. Al dejar Wellborough para regresar a Londres, Rathbone era el centro de sus pensamientos, aunque también le preocupaba cómo le diría a Hester que no había logrado encontrar respuesta alguna.